Relato de  José Ignacio Navas Sobrino

 

 

CORAL ROJO. 1ª parte. 



             Sobre un horizonte de cálidos matices rosáceos, dorados, violáceos… la mañana se despierta esplendorosa al cabeceo de una muy leve virazón, bajo un transparente manto azul teñido de promesas veraniegas sin cuento. Las impertérritas gaviotas, posadas en las bordas de las barquichuelas, se mecen balanceadas por el vaivén de las olas de algunos cerqueros que, partiendo de buena mañana en busca de cardúmenes de sardina, levantan en la insólita quietud del pequeño y abrigado puerto, a las puertas de un desierto de arenas y montañas peladas avecinadas a la mar. Un silencio perezoso se extiende desde las dunas amarillentas y las colinas pardas hasta el infinito y más allá, componiendo en conjunto una sinfonía de luminosidad, sonidos, colores, olores, sensaciones y vivencias, sin parangón. 

            Tras un breve pero consistente desayuno en el único bar de la zona franca la tripulación de coraleros, ora vacilona ora taciturna, debatiéndose entre una expectación enervante y una disposición cautelosa, despeja la bañera, arrancha la cubierta, comprueba el correcto funcionamiento de las linternas y su carga, pone a punto cada cual sus bolsas y globos inflables de recogida, verifican el filo de las herramientas, uno el piolet lastrado, otro la piqueta de soldador con un suplemento de mango adosado, aquel la artística azuela forjada y templada en herrería… mientras la embarcación abandona el muelle y, dejando tras de sí una estela irreverente de aguas revueltas en la superficie inmaculada, enfila al oeste rumbo a los bancos de coral rojo poco ha descubiertos. “Se puede ganar una fortuna en poco tiempo”, le había contado unas semanas atrás el colega que expresamente giró visita a Mallorca, donde Txo, un consumado fondista, que es como en el argot le dicen a quienes se dedican a bucear a profundidades más allá de las razonables, se sumergía a diario en busca de unos pocos kilos del ansiado tesoro bermellón. 

            “Además, tú eres muy bueno, uno de los mejores, te será fácil y en unos pocos meses forrado!; luego ya verás como me das las gracias, que esto es una bicoca que no va a durar mucho, ¡venga, coño, si hasta los italianos están yendo allí!... me han dicho que los de Kerkerna están preparando ya el cambio de base y hay que adelantarse ¡joder!, que tú ya sabes cómo es esa gente, que huelen las pasta de lejos y siempre llegan los primeros. Bueno, ¿qué me dices? ¿cuento contigo?... mira, si yo pudiera iría en persona pero tuve un ataque en Creus el mes pasado y todavía no me he repuesto del todo ... y en último caso, vas y lo miras, me informas de lo que hay y si no te gusta lo dejamos entonces… para que veas que estoy seguro de lo que digo y de que confío a tope en ti yo corro con todos los gastos… es un favor que te pido, estoy en un apuro y necesito mucha guita y rápido, esta puede ser nuestra gran oportunidad”. Recordaba la conversación en uno de los abarrotados bares de la Plaza Gomila como un eco reverberante y le había convencido, o se había dejado convencer, pero no dejaba de darle vueltas a la cabeza con que si sería cierto, si resultaría un fiasco, y aunque lo hubiera en las cantidades que se decía ¿sería de buena calidad o no? 

            Una vez aceptada la oferta, sin más papeles ni trámites que la palabra entre hombres de palabra, entre copa y copa no hubo regateo sobre el valor del coral a extraer: “el barco ya lo conoces, es el Playa de Chafarinas… allí te están esperando fulano, mengano y citano… tú vas de jefe de equipo, y a ti como a ellos todo lo que saquéis os lo pago a tocateja, después ya me encargo yo con mis clientes”. El acuerdo en el precio, a la vista de algunas ramas que unos pescadores artesanales marroquíes decían proceder del nuevo banco, se alcanzó promediando los de toda la costa del Magreb, prestando especial atención al mercado mallorquín y al italiano o al tunecino, porque la propuesta, la verdad, era tentadora, tanto para su espíritu aventurero, por una nueva andanza inédita en tierras exóticas, como para su economía, francamente bien remunerada. 

            Recién iniciada la década de los ochenta la llegada por tierra desde Melilla a Alhucemas, o mejor Al-hoçeima que es como la llaman los nativos, no tiene más historia que la de las interminables carreteras estrechas y mal pavimentadas, en algunas zonas simplemente de tierra apisonada y en casi todas con curvas cerradas, ni siquiera para el Mercedes que lo traslada junto al equipamiento mínimo, e incluso menos aún porque en el aeropuerto de Málaga no le han dejado embarcar en el avión el utilísimo cuchillo de buceo, para hacerse cargo de la camarilla llegada unos días antes y que lo espera para hacerse cargo de la dirección. 

            Las largas horas de recorrido dan para mucho cavilar y durante unos instantes recuerda cómo ha sido su corta pero intensa biografía hasta entonces. Se adscribe a uno de los muchos ramalazos de una generación enraizada en las convulsiones sociales del mayo del 68 francés e injertada después en la cultura hippie, hibridación que, aunque corta pues apenas surgida en las postrimerías de la década de los setenta ya se halla en vías de extinción, fructifica en personajes libertarios, rebeldes e inconformistas de excepcional factura, idealistas hasta la utopía. Pertenece, acaso de los últimos representantes, a una breve y conspicua estirpe de buceadores individualistas y por ende independientes, tan intrépidos cuan emprendedores, que supliendo las carencias de la tecnología, sin acceso por entonces a las mezclas respirables inertes ni a los avanzados sistemas de buceo comenzados a comercializar varios años más tarde, y fiando cual si de Biblia se tratase en las tablas de descompresión II (para inmersiones normales con aire) y VI (para inmersiones excepcionales con aire) editadas por la Armada, únicas por entonces disponibles para la inmensa mayoría de buceadores españoles, actúan con un atrevimiento desmedido; sujetos por demás decididos para unos y alocados para otros, oscilando a medias entre la imprudencia y un coraje poco frecuente, componen una verdadera saga de submarinistas impulsivos y trotamundos cosmopolitas que por azares del destino se concentran en lugares concretos del Mediterráneo occidental, desde Túnez hasta España, donde las oportunidades de negocio florecen en torno a actividades por igual lucrativas y arriesgadas. 

            Pese a la peligrosidad del oficio, o acaso precisamente por eso, durante los dos últimos años vividos en Mallorca, Txo, llevado de vidas paralelas en cierto modo híbridas e inclusive esquizofrénicas, una en el norte y otras en el sur de la isla, no hubo parado en mientes a la hora de derrochar los cuantiosos ingresos que, con ocho o diez inmersiones mensuales, le proporciona la actividad, alternando cortas temporadas, cuando desaparece de los ambientes ciudadanos para recluirse en Cala San Vicenç, de intensa preparación física y mental mediante sesiones de concentración, y buceos a profundidades ora consideradas extremas, con otras de “contestatario” o de “play-boy” según convenga, combinando una rara amalgama con lo mejor de ambos ambientes. 

            En tamaña tesitura sólo la juventud, unas excepcionales cualidades para el buceo, no tanto físicas, pues pese a la gran tolerancia a los gases pasa por ser un tipo de apariencia corriente, cuanto mentales, una inusual capacidad de concentración y nervios templados; una indomable osadía rayana con el desatino y unas desbordantes ganas de vivir a tope cada jornada como si se acabara el tiempo, día a día y hora a hora, acaso llevados por el lema de la época acerca de “vivir deprisa y dejar un cadáver bonito”, justificaban una identidad tan singular cuan sorprendente: mientras permanece en el sur duerme hasta bien entrada la mañana, desayuna y toma el aperitivo en las cafeterías más concurridas por lo más selecto de la distinguida sociedad mallorquina; continúa la sobremesa alternando en ambientes esnobs donde se reúne la flor y nata de juerguistas, vividores y personajillos que tanto pululan por la isla, y suele finalizar la tarde con francachelas nocturnas hasta bien entrada la madrugada, intercalando en tamaña rutina las dispendiosas juergas que a menudo duran dos y hasta tres días, a las que sigue un periodo de estancia en el norte, recuperando el óptimo estado de forma, y vuelta a empezar si la anarquía de horarios y calendarios así lo dispusiera, por cuanto que en su disipada existencia no hay la menor obligatoriedad; sólo cuando el dinero comienza a escasear se plantea lo de “otra tanda de inmersiones más”, proponiéndose “dejarlo pronto” oscilando entre una existencia austera y metódica y otra licenciosa y libidinosa, abundando en esta última el consumo de estimulantes y tranquilizantes para mantener el tan frívolo cuan ajetreado ritmo vital. 

            No se priva de comer -gourmet exquisito donde los hubiere, cliente asiduo de los mejores y más afamados restaurantes, donde la lechona asada o los escargots amb alioli son platos muy recurridos, y de las marisquerías más elitistas, desde Can Pastilla a Penélope, pasando por S´Escafandra o Can Barbará entre otros-, ni de beber -sibarita consumado, buenos vinos de crianza y mejores licores envejecidos en barrica de roble-, ni de trasnochar en interminables calaveradas -parroquiano de ambientes bohemios, se le puede ver a menudo frecuentando tanto El Garito como el café concierto de Tete Monteliú o Sa Zimbomba o diversas discotecas de moda desde El Arenal hasta Magalluf…- ni de fumar –varias clases de plantas fumables, y no sólo la del tabaco-, o de fornicar –con algunas mujeres, mayormente guiris, llega a la alcoba sin apenas saber el tono de voz que tienen-, siempre comedido, siempre atildado, siempre circunspecto. Amén de una muy estudiada imagen de porte ora informal y desenfadado -pelo largo, pantalones vaqueros, botas camperas…-, ora convencional pero elegante -vestuario suntuoso con visos de dandismo, foulard o pañuelo a la vieja usanza al cuello, camisas de seda a medida, pantalones ajustados en sastrería, calzado de marca…-, el potente coche deportivo y una lujosa buhardilla alquilada en uno de los barrios más céntricos de Palma Ciutat, dibujan un buen perfil del por entonces considerado uno de los diez mejores especialistas coraleros en activo. 

            Empero unos meses atrás había conocido a una encantadora jovencita que, veraneante en Mallorca, no dejaba de admirarlo y he aquí por donde vino a enamorarse; de pronto se dijo que quizás hubiera llegado el momento de empezar a pensar en dejarlo, si bien para retirarse del oficio manteniendo su tren de gastos necesitaría un golpe de suerte que le reportara una generosa provisión de dinero, y de ser cierta aquella propuesta podría ser la oportunidad esperada. 

            Desde la media tarde hasta altas horas de la noche, luego de los saludos de rigor, la conversación en el hotel versa acerca del modo en que se seleccionarán las zonas, cómo se establecerán los turnos de buceo, quién establecerá los periodos máximos de permanencia en el fondo según profundidades y quién será responsable del control de maniobras según los que estén en el agua, especificando que en los periodos de descompresión por parejas se aplicarán los criterios de máxima seguridad siguiendo las tablas referidas a las mayores cotas alcanzadas… en fin, no muchas puntualizaciones por otra parte innecesarias, por cuanto que los cinco que le aguardan son viejos conocidos entre sí y de las normas no escritas que rigen el ambiente del mundo del coral, pese a la juventud de todos ellos: Txo, el de más edad, no llega a los treinta años y los últimos tres le han otorgado un prestigio que por entonces ningún fondista discute. 

            Acodado en el portillo de la cabina, la vista perdida en el horizonte en atisbo de vientos indeseables, pocas palabras, caras serias de expresiones indescifrables, vistazos de reojo a la pizarra donde se apuntarán los kilos que cada uno extraiga… en poco más de media hora de navegación la lancha se sitúa en la vertical del talud donde, en efecto, desde cientos de años atrás se viene desarrollando en secreto una enorme y floreciente colonia de Corallium rubrum. “Enfila aquella punta por fuera de aquel topo y mantén el rumbo, vamos a sondar esta zona a ver lo que encontramos”, indica Txo al patrón de la embarcación señalando los lugares con una mano y sin levantar la otra de una vieja carta náutica estropeada a fuer de manoseos, en la que unas enfilaciones, manuscritas vagamente, apenas se distinguen de los manchones que la emborronan. “Bien, hay un cantil aceptable y estos crestones, aunque pequeños, parecen buenos… vamos a probar aquí”, apostilla el último en incorporarse la víspera y todos sin excepción coinciden con la apreciación. 

            Mientras la embarcación vuelve al inicio del recorrido y se posiciona en el punto de partida describiendo un elegante arco para venir a perder inercia y detenerse en el lugar indicado, los trajes de neopreno, algunos todavía húmedos por la última inmersión en busca de langostas para la cena, y los equipos de superficie, sujetos alrededor de los cinturones de lastre, dos por buceador totalizando los catorce kilos, empiezan a rodar de un lado para otro de la bañera a medida que se van sorteando los relevos. Se desbridan los voluminosos bibotellas, que provistos de babelots de emergencia son en realidad tribotellas capaces de almacenar más de diez metros cúbicos de aire comprimido; se comprueban los reguladores y los manómetros que muestran la presión de carga, se disponen los equipos de reserva, y se bota al agua la zodiac de seguridad… se repasan los amandrinamientos, se aclaran las cocas de las mangueras y se pone en facha la guindola que se arría por el pique de proa junto al botalón mediante un pequeño cabestrante acoplada a una pluma; luego se maneja arriba y abajo con un chigre eléctrico desmultiplicador. 

            En realidad la guindola no es si no una simple canasta que se arría al agua con anterioridad a la zambullida de la primera pareja y se vira junto con la última, en la cual se ubican los arneses de descompresión, uno por buceador y cada cual conoce el suyo; éstos se componen en esencia por un escapulario abundantemente lastrado, el mayor de los pesos entre los omóplatos y sendos compensatorios a ambos lados del diafragma de manera que el centro de gravedad -punto de aplicación de la flotabilidad negativa- y metacentro -ídem de la positiva- estén lo más próximos posible, logrando así una mayor comodidad y libertad de movimientos del buceador al desprenderse del voluminoso bibotella, que queda colgado del correspondiente enganche, y substituirlo por un arnés; hasta el mismo llega una terna de mangueras amadrinadas, una para el suministro de aire desde superficie, otra para el neumo, un primitivo sistema bárico que permite conocer en todo momento y con exactitud la profundidad a que se halla el buzo, y la tercera es una conducción de agua caliente rematada en una llave de paso de la que arrancan dos pequeñas tuberías en bifurcación, que introducidas por la entrepierna, una por delante y otra por detrás, cuando las corrientes son frías ayudan a atajar la hipotermia de las largas horas de descompresión; falcaceado a las mismas está un simple cabo de seguridad. Con semejante artilugio manufacturado la descompresión de los últimos se hace bastante cómoda siempre y cuando la mar se mantenga en calma, pero cuando comienzan a rolar las rachas de viento, algo que habitualmente viene ocurriendo al mediodía coincidiendo con los últimos tramos, salvo por la provisión ilimitada de aire, es harto molesta -si bien menos que con la escafandra a la espalda- además de que en tales condiciones el apoyo de superficie es prácticamente inexistente siendo el propio buceador quien debe preocuparse por hacer las cosas bien. 

            Al cabo la primera pareja del día se sumerge mientras la que les seguirá permanece atenta a posibles irregularidades observadas desde superficie. 

            Durante el último turno, a media mañana, cuando el sol ha comenzado a encaramarse a su cenit y la temperatura empieza a apretar con firmeza, Txo, tras escupir y lavar por dentro el cristal de las gafas, se encasqueta el chaquetón, se acomoda el chaleco hidrostático, se ajusta el back-pack del bibotella, purga los reguladores, revisa por última vez el material de trabajo y sin más dilación, con un gesto manual de conformidad, se deja caer al agua de espaldas desde el balón de la neumática. Una súbita impresión de frescor recorre el espinazo del buceador al pasar por tamaño gradiente térmico, pero en apenas unos segundos, los que tarda en trincar el utillaje que flota junto a línea de flotación del pantoque, deja paso a una curiosa percepción de bienestar. Basta un primer y único vistazo hacia el abismo insondable, que se extiende en derredor como una perfecta esfera azul aunque difusamente delimitada, para olvidar todo cuanto no sea referente a la inmersión propiamente dicha: la sonda de a bordo marca profundidades superiores a las veinte brazas de profundidad, de manera que la concentración debe ser óptima. 

            Eliminando de sus pensamientos el recuerdo de las suculentas bolsadas que los precedentes han izado a superficie y concentrándose en favor de un férreo control mental con que reprimir la agitación interna, hace la señal de “preparado” y el descenso comienza; diez metros… la corriente del Estrecho ahora empuja de levante pero débilmente; quince… una floja contracorriente crea muy leves turbulencias que arquean sinuosas el cabo de la guindola; deja parte del laste y poco después el plancton hace acto de presencia en forma de capa horizontal reduciendo la visibilidad que se torna borrosa; veinte… se acentúa la tenue difusión de los rayos solares que penetran en la mar y el espectro de colores se reduce; veinticinco… aunque con menor luminosidad la transparencia de las aguas recupera su espectacularidad; treinta… 

            Apenas superados los cuarenta la narcosis del nitrógeno hace su repentina y rutinaria aparición, aunque una vez reconocida por haberla padecido en muy numerosas ocasiones, el ánimo se habitúa y se serena inexplicablemente, soslayando las sensaciones de miedo, de angustia, de… y dejando paso a una placentera turbación, de ebriedad sin resaca, llevadera en la medida en que se puede y se debe dominar sin dejarse llevar por el pánico: cuando se dan las condiciones naturales, con un severo entrenamiento mental y luego de superar las primeras “borracheras de las profundidades” con vigilancia y si fuera el caso ayuda externa, en semejante estado se consigue alcanzar un nivel de percepción consciente que se codea con el trance en que dicen entran los budistas experimentados en yoga, en el horizonte del nirvana. 

            Sobrepuesto de la embriaguez, que azarosa aparece cada vez a una profundidad diferente, aquella misteriosamente se transforma en una euforia contenida. Sobrevolando a algunas brazas por encima del fondo el haz de luz se proyecta en derredor como una lanza iluminando las rocas cubiertas por una maraña de organismos marinos; al punto la monótona gradación de azules apagados y grises desvaídos estalla en un infinita y variopinta gama de tonalidades insólitas, vivas, fulgescentes, centelleantes, no ya como un simple arco iris si no abarcando un espectro cromático que va desde el amarillo relampagueante al añil eléctrico pasando por toda una gama de colores sin nombre, imposibles de ver en tierra firme. Y, sobresaliendo entre gorgonias, esponjas, hidrozoos… desde el borde de una tana los corales rojos se alzan como las copas de pequeños árboles en un mágico bosque de hadas. Maniobrando con las aletas como flaps Txo planea hasta las crestas elegidas y aterriza precisa y suavemente en la cima de un murallón rocoso; es justo al mirar debajo cuando la curiosidad deja paso al asombro: hasta donde alcanza su vista, a izquierda y derecha, las paredes y techos se hallan tachonados de matas coralinas, blanquecinas por tantas fauces de pólipos asomadas a las ramificaciones, llevados de una sana competencia por filtrar la mayor cantidad posible de agua, creciendo a apenas un palmo unas de otras. 

            Arrodillado sobre la piedra rápidamente dispone el material de trabajo; ajusta el barbillón del foco a la muñeca, empuña la piquetilla, expande la red de la bolsa, se ciñe la bocana rígida a la pechera y de inmediato el ojo experto rápidamente selecciona las mejores concentraciones. Estabilizado en flotabilidad neutra y sosteniéndose de puntillas sobre las puntas de las aletas para desplazarse por la roca como en un imaginario y surrealista ballet subacuático, comienza a golpear con minuciosidad de orfebre en la base de los mayores especimenes; no obstante pronto comienza a actuar de forma industrial, tan diligente cuan bastamente que no es cuestión de finura si no de cantidad, y uno tras otro los corales van resbalando a trompicones hacia el copo enredados en la malla, lo que hace necesaria una leve remoción del saco para que caigan al fondo de la bolsa, además de un buen apretón para que se rompan las horquillas menudas y la carga ocupe la menor cantidad de espacio posible. 

            Entremezclados con elefantes rosas que como jumbos etéreos de dibujos animados se alejan en pos de las burbujas, alucinación sin duda provocada por la narcosis, grandes meros achocolatados con moteados amarillos semejan competir en colorido con abigarradas morenas cimbreantes; varias langostas que asoman sus antenas inquietas entre los recovecos y alguna galera que escapa impulsada a violentos golpes de cola como alma que lleva el diablo, forman parte del idílico paisaje submarino; modestas brótolas e insaciables pargos, alguna discreta jibia y un multicolor rascacio espinoso, manteniéndose a prudencial distancia, se arremolinan en torno al buceador persiguiendo a los diminutos crustáceos que huyen despavoridos del expolio de sus querenciosos refugios naturales. 

            Conteniendo la respiración para economizar el aire limitado, un golpe de piqueta y sendas matas, siamesas a fuer de crecer tan próximas que han entrelazado sus puntas fusionándose, caen deslizándose aro abajo; dos y otras tantas matas más al talego, tres y otros cientos de gramos más se añaden al saco, cuatro… y una ventilación a los pulmones; luego, rutinaria y metódicamente, prosigue a destajo hasta llenar la red: han transcurrido apenas cinco minutos y la capacidad del saco, que es de alrededor de ocho kilogramos, no da más de sí; mientras repone el segundo sujeta el primero bajo el brazo por aprovechar las expiraciones para ir llenando de aire el globo situado por encima y a un lateral de la cabeza, y continúa la tarea sin perder un segundo del preciado y precioso tiempo. 

            El profundímetro marca los cincuenta y bastantes metros, el reloj señala la hora fijada y el descompresímetro avisa de que los programados cuarenta minutos de inmersión tocan a su fin. Txo recoge las herramientas, infla el último globo al que trinca la última bolsada y lo mira emerger mientras se impulsa y sigue su estela invisible. En veintiún metros de profundidad hincha el balón de descompresión, que al extremo de una fina driza señala tanto su situación en la mar como la lámina de agua a la que debe comenzar a prepararse para una descompresión lenta y segura, y espera a que la zodiac se acerque portando el regulador y la manguera de suministro de aire desde superficie. Sin prisas ni pausas es remolcado hasta el tajamar de la embarcación principal, donde, en la relativa estabilidad de la guindola, junto al compañero de inmersión, que ha sido atoado antes, continúan los periodos de descompresión: a medida que llegan cada cual escribe con un lápiz graso sujeto por un pequeño cordel a una simple tablilla de plástico blanco, los metros de profundidad máxima alcanzada y el tiempo sumergido, que igualmente se controla desde el barco, para que una vez izada a superficie establezcan la tabla correspondiente hasta la subida segura a bordo. En esta ocasión, aplicando la tabla VI, con primera parada en quince metros, el tiempo total necesario para emerger sin mayores peligros es de casi dos horas. 

            Entretanto, despreocupados de nada que no sea su propio estado físico y conteniendo el regocijo por las capturas, combatiendo el frío con las mangueras de agua caliente que hoy se hacen convenientes si no necesarias, y comunicándose mediante mensajes cortos escritos con un pintaojos sobre un pequeño trozo de metacrilato prendido a los tirantes del arnés, Txo informa que los cinco sacos y otros tantos globos, que llevó al fondo plegados en el bolsillo del chaleco y bajo el traje, han sido izados mientras el colega solamente ha podido con uno y medio; señalando la cota máxima se advierte que mientras el primero en algún momento ha rozado los sesenta metros el segundo apenas rebasó los cuarenta. Lo que no se advierte son las actitudes y composturas durante la inmersión, pues, mientras unos tienden a buscar en los fondos más fáciles y accesibles perdiendo muchos de los valiosos minutos en desplazamientos, con el agravante de que cuanto más cerca de la superficie, aún habiendo más cantidad, es un coral de peor calidad, más pequeño y de menor densidad, lo que ciertos entendidos explican como debido probablemente a las respectivas condiciones de crecimiento, Txo, a mayores de la experiencia profesional, con los múltiples trucos que a lo largo de una década de profesión ha ido aprendiendo del oficio, eso que dicen técnica derivada de la práctica, no duda en soslayar los riesgos y profundizar hasta zonas muy específicas donde si lo hay es bueno y abundante, arriesgando al extremo con tal de obtener una buena pesca, y de ahí las diferencias. 

            Dada por concluida la inmersión, la brisa que corre y el sol que calienta de lo lindo ponen término a una productiva jornada de buceo. Una vez embarcado la primera mirada es hacia el tablón de capturas; la cifra es asombrosa hasta para sí: más de treinta kilos, más incluso de lo que venía pescando en Mallorca durante algunos meses, casi una cuarta parte del total, lo que a razón de la cotización pactada de antemano, descontando los gastos extra personales, hacen un total de… millones de pesetas ganados en unas pocas horas. Exultantes regresan a puerto donde las autoridades marroquíes se harán cargo del alijo una vez escurrido y pesado de nuevo pero esta vez en público, entregando a cambio un resguardo oficial con los kilogramos reflejados en báscula. Luego queda toda una media tarde por delante para celebrar por todo lo alto el éxito alcanzado: es lo que se dice un “llegar y besar el santo”. 

            En inmersiones posteriores, siempre que los vientos y el estado de la mar lo permiten, se repite la historia con el objetivo de superar la cantidad de las precedentes, anhelo visible sobre todo en Txo, empeñado en allegarse a aquellas profundidades donde las matas de coral se veían más gruesas y espesas a poco que las condiciones marinas y submarinas lo permitieran. A un ritmo trepidante, sin más días de descanso que los que el clima impusiera, las sumergidas se suceden y el cargamento de coral acumulado rebasa ampliamente las previsiones más optimistas. 

            Pero es apenas transcurridos diez días, cuando el equipo comienza a familiarizarse con la zona, y cuando algunos de los barcos italianos ya han llegado y comenzado asimismo a examinar el lugar, provocando algunos encontronazos verbales con los anteriores pues se abarloan prácticamente encima uno de otro barco haciéndose una feroz competencia pero en simultáneo incrementando los peligros por la proximidad, y para más inri se dice que subcepticiamente emplean la cruz de san Andrés para esquilmar más rápidamente las existencias, que acontece la más peculiar de las pescatas; bromeando con un humor excelente surge la propuesta: “hoy exploraremos un sitio nuevo, no sé porqué me da que vamos a tener suerte con los sacos grandes que estrenamos… iremos hacia el cantil exterior a ver hasta donde llega el banco; patrón, vamos a posicionarnos en esta demarcación y pon rumbo norte claro para ir siguiendo esta escollera”, explica indicando la ruta sobre la carta, iniciativa aceptada con un cierto recelo por parte del resto pero nadie replica. 

            Rastreando el lugar la sonda marca profundidades cada vez ligeramente mayores a medida que se alejan de tierra internándose en altamar, el fondo asciende y vuelve a bajar formando picos de sierra, pero en general se mantiene por debajo de las cincuenta brazas. Hallándose a cuasi dos millas de la escarpada costa y a punto de virar en redondo, de pronto un picacho se yergue del fondo, y luego otro todavía menos profundo, y finalmente se marca claramente la cúspide de una montaña submarina que elevándose desde honduras cercanas a los noventa metros asciende hasta las veinte brazas escasas; una segunda pasada confirma la posición. “¡Fondo!” se escucha por el tambucho, y el rizón es lanzado por la borda para venir a posarse justo en la cumbre. El sorteo consigna que esta vez sea el jefe de equipo el primero en saltar al agua. Llegado al fondo siguiendo el cabo del ancla advierte que bajo la plataforma superior, en forma de enorme visera, se extiende horizontal una grieta de un par de metros de altura en su menor dimensión y casi una docena de profunda donde menos, cuyo techo y paredes lucen una profusión tal de corales de buen tamaño que supera todo lo imaginable: inclusive algunas matas crecen en el suelo. 

            Ignorando al par de morenas que desde el fondo de la oquedad parecen vigilarlo amenazantes así como al trío de cigarras de mar que dando fuertes coletazos se alejan presurosas, se introduce con decisión en la regaña siguiendo un perfil donde el coral semeja ser de máxima talla y calidad, alista el utillaje según sus hábitos, se afirma en posición y se aplica con esmero a la recolecta sin perder un segundo. La altura permite la natación invertida pegado a la roca de manera que por mera gravedad las matas desprendidas caen por sí solas al saco, y un suave empujón aprovechando cada golpe de piqueta para ir avanzando le va situando en posición óptima para proseguir la productiva cosecha. 

            Sopesando la relativamente escasa profundidad prolonga la inmersión al tiempo máximo establecido aunque solamente para indagar en lo encontrado y visto, pues tres de las cuatro bolsas repletas de carga han sido ya largadas y la última disponible apenas tiene capacidad para más, de manera que cuando consume los minutos acordados y justamente antes de emerger, por facilitar la labor de los compañeros, toma la precaución de enrocar el anclote mediante un seno del arganeo en la mismísima entrada, y con una enorme satisfacción emprende la subida. 

            Recién aposentado en la guindola, presa de una emoción interior a duras penas contenida, apunta en la tablilla: “cuarenta y seis metros, cincuenta minutos, seguir cabo guía hasta final, cueva de Alí Babá abajo, trabajo fácil y cómodo”; la descompresión durará poco más de hora y media. Habida cuenta de que en varias ocasiones el alijo del jefe de equipo ha superado los cincuenta kilogramos, en ésta bate su propio record con cerca de ochenta kilos, todo un hito histórico incluso para algunos de los más avezados italianos, no siendo raros los días en que sus capturas han supuesto casi la tercera parte del total, de modo que el peso recolectado y acumulado durante la corta campaña supera a la postre varias toneladas. 

            Es en pleno paroxismo extractor, no cumplido aún el primer mes, cuando en el hotel recibe una llamada telefónica del intermediario peninsular: “tenemos que hablar de condiciones, esto sobrepasa mis posibilidades, excede todas mis expectativas y se han presentado nuevas oportunidades, pero son cosas para hablar cara a cara… vuélvete mañana a Melilla y habla con Mohamed, lo encontrarás en tal dirección, y él se encargará de traerte a Madrid; he hablado ya hace un rato con él y le he puesto al corriente. Yo te espero en… una última cosa, no comentes nada de lo que hemos hablado con el resto del equipo, esto es cuestión sólo tuya y mía, déjales que sigan como si nada hubiera sucedido ¿de acuerdo?”, y así Txo, rumiando en silencio lo escuchado, se apresta a hacer la última inmersión con la curiosidad metida en el cuerpo: ¿a qué vendría tanto secretismo y tantas premuras? ¿qué sería algo que no se podía contar por teléfono? ¿qué era lo que no encajaba?

            “Mañana me vuelvo a la península así que hoy os voy a abrasar, a ver quién es el valiente que saca más coral que yo; al que me supere le regalo la mitad de mi marea”, bromea para calmar los nervios y disimular las preocupaciones mientras la lancha navega rumbo a la zona de pesca. La suerte depara que como en la primera jornada sea el último en tirarse al agua, y como entonces sus capturas son abrumadoramente superiores a las de cualquiera de los restantes: entre setenta y cinco y ochenta y pocos metros, profundidad que todavía ningún otro se atreve a alcanzar, apenas hay que desplazarse porque las matas se encuentran muy juntas, y además son con gran diferencia las más grandes y gruesas, de manera que no hay más secreto, es solamente cuestión de llegar hasta donde fuere asumiendo riesgos y confiando en las propias posibilidades. Los consabidos incidentes de cada inmersión, ésta de media hora justa de duración, no merman si no todo lo contrario, las inquietudes que le rondan la mente, en especial después de una concienzuda reflexión durante una descompresión de alrededor de tres horas colgado de la guindola. Varios millones de pesetas acumulados en su cuenta corriente le permiten afrontar el porvenir con una relativa seguridad pero, ahora que ha quedado demostrada la existencia de un colosal banco de coral por valor de una millonada, quizás alguien pretendiera apartarlo del filón y eso no estaba dispuesto a consentirlo bajo ningún concepto: la ambición, inclusive la codicia si se quiere, habían hecho presa en él, y nada ni nadie lo alejaría de la veta. 

            “Mira, Txo, con tanta cantidad en oferta los precios han caído en picado, y yo solo no puedo sostener un desembolso constante como hasta ahora en tanto en cuanto no cobre de mis clientes… ten en cuenta que son joyeros y que hacer una pieza lleva su tiempo y encima luego hay que venderla, y por si fuera poco ahora están abastecidos de sobra, de manera que hemos de regular esto poder seguir adelante; como los cordobeses ya están saturados y no compran ni un gramo más he entablado negociaciones con compradores hindúes pero llegar a un acuerdo lleva su tiempo, así que yo he pensado que… a los otros les proponemos un sueldo de digamos un millón mensual a cuenta y una liquidación al final, después de hacer caja cada equis meses… sé cómo convencerlos, confía en mí… lo único que es fundamental en esta movida es que tú y yo nos entendamos”; comentados los planes pergeñados le insta a colaborar en una asociación, socio industrial uno y socio comercial otro, conviniendo en fundar entrambos una empresa conjunta, que Txo acepta, y otra vez se rubrica el acuerdo únicamente de palabra. “Bueno, mientras preparas los trámites de la gestoría para la constitución de la sociedad, si no es necesario y encima va a ser contraproducente entonces me tomaré una semanita de vacaciones y luego vuelvo de nuevo a la carga… encárgate de avisar a los colegas de mi vuelta y ten preparado el billete para el día… si surge entretanto alguna novedad me podrás localizar en Palma”. Los amigos se despiden y Txo viaja a Mallorca donde le espera su novia con los papeles preparados y listos para contraer matrimonio en una ceremonia relámpago. 

            Por hacer honor a su galantería innata el viaje de novios es un largo paseo por la norteña Serra de Tramuntana sin programa definido, pernoctando sobre la marcha ora en Banyalbufar, ora en Valldemossa o en Lluc Alcari, en Sóller o en Sa Calobra, para dar por finalizada la luna de miel en Pollença y terminar en el punto de partida, que no es otro que la cafetería Término, ubicándose finalmente en Génova, en la falda de la montaña conocida como desde Na Burguesa, a las afueras de la ciudad, donde ella dice encontrarse más gusto que en pleno centro urbano. 

Autor: José Ignacio Navas Sobrino